¿El camino solitario?

Las identificaciones del analista en formación

Los analistas son personas que han aprendido a ejercer un arte determinado y, junto a ello, tienen derecho a ser hombres como los demás.
Sigmund Freud

Mucho se dice que la del analista es una profesión solitaria, que al ser su propio instrumento, constantemente bordea el peligro de caer en la autoexclusión y el aislamiento, pero ¿será cierto que uno está solo cuando está frente a su paciente? Es esta interrogante a la vez invitación y pretexto que nos lleva a realizar un rastreo de los avatares de quien quiere construirse en el complejo camino del Psicoanálisis.

Como tesis central, proponemos que un conjunto diverso de identificaciones constituye uno de los muchos elementos que subyacen al devenir analista y es que cuando nos preguntamos ¿qué hay más adentro de esto que nos sabemos exteriormente?, es difícil no pensar en el constructo “identificación”.

Sabemos que a diferencia de otras áreas (profesiones) que se basan mayoritariamente en la suma de conocimientos y su aplicación, el ejercicio del psicoanálisis compromete nuestro carácter, nuestra historia, nuestros mundos interno e interior…. finalmente somos nuestra propia herramienta o en palabras de Freud (1912), es el propio inconsciente el receptor que permite captar el inconsciente del paciente.

No obstante, la identidad no es algo ya dado, es una tarea y se trata entonces de una búsqueda, el psicoanalista ha de inventarse, de crearse, ha de aprender – como lo planteó Ornstein (1967), cómo sentirse como analista, cómo comportarse, hablar, pensar y escuchar analíticamente.

El grupo, continente y espejo
Compañeros de una larga travesía, los integrantes del grupo pueden erigirse como figuras de identificación. En el grupo, puede hallarse la idea que hace eco, la divergencia que consolida la línea de pensamiento propia, la confrontación con lo que se tiene por un saber dado; todo lo cual sin duda contribuye a la paulatina integración de la identidad analítica.

El lugar que se ocupa en el argumento grupal ineludiblemente participa en la propia constitución, los vínculos creados de una u otra manera lo determinan, ya que como lo subraya Pichon-Rivière (1985), cada uno forma parte del grupo y el grupo está en cada uno de sus integrantes.

La institución como morada
Las características reales o fantaseadas de los miembros que componen la institución (individualmente o en su conjunto), configuran el imaginario que ofrece tierra fértil para que de ella germinen diversas identificaciones. Son numerosos los senderos por los que éstas pueden transcurrir dependiendo de una variedad de factores y porque además, es innegable que invariablemente aparecen coloreadas por la subjetividad.

De ese modo, el clima distintivo, el espíritu (si se me permite la expresión) de la institución, la importancia o no que se le otorga a las actividades científicas y académicas, el grado de entusiasmo con el que se encara la labor cotidiana, la percepción de las identidades analíticas que han consolidado sus miembros, la historia de su creación, la apertura o hermetismo en el manejo de cuestiones institucionales, la cabida que se da a la iniciativa y a la creatividad, entre muchos otros elementos, pueden ser internalizados por los candidatos en su inmersión a la comunidad psicoanalítica.

Los maestros y la transmisión del saber
Conviniendo pues que hay varias teorías, la resonancia interna con alguna cuerpo teórico específico o con aspectos de diferentes escuelas de pensamiento, al igual que con la manera de transmitirla de cada maestro en particular, puede ser el acicate que ponga en marcha una o varias identificaciones y es que no es sólo un saber que se transmite en un seminario lo que constituye el valor formativo, a ello ha de seguir forzosamente una apropiación y es por eso que podemos decir que lo que de los maestros se aprende, se aprehende.

Asimismo, una teoría rigurosa, producto de un saber internalizado, debe ser acompañada de un saber hacer teórico-técnico, que si bien se aprende parcialmente en los seminarios, pertenece en mayor medida al terreno de la supervisión.

Un espacio de encuentro: la supervisión
Es indudablemente en este espacio en donde puede asentarse una verdadera solidez en la práctica clínica. En él se da un encuentro con el supervisor – otra subjetividad –, guía en las sendas de la praxis, pero al mismo tiempo, acontece un encuentro consigo mismo, que facilitado por el supervisor, idealmente culmina en la cimentación progresiva de un espacio interno que le permita al analista en cierne reflexionar sobre lo que sucede en sí mismo y con sus pacientes, que le posibilite tener un profundo entendimiento del proceso psicoanalítico en general y de cada proceso psicoanalítico particular con cada paciente.

La huella del analista
La piedra angular de la formación como analista es el análisis personal del candidato en formación, fundamento del cual fluirán identificaciones de poderoso impacto, ya que uno aprende a ser analista en gran medida en la vivencia con su analista.

¿Qué queda del analista? La huella de su presencia y escucha, una palabra que resuena en la más profunda fibra, un silencio que acompaña, interpretación que sacude o que serena, cobijo que resguarda, confrontación que rectifica. Aunque estemos – y ¡qué bueno! – en un terreno que difícilmente admite convicciones tajantes, la certeza en el análisis personal de que algo puede ser reparado y modificado, la transmisión inconsciente de esa esperanza por parte del analista, es la semilla de la confianza en el propio instrumento terapéutico.

El análisis personal durante los años de formación se erige como centinela que permite evitar que la contratransferencia sea una prisión y asegura que sea una herramienta que bien afinada acarrea grandes dividendos.

Para concluir…
La experiencia vincular es indivisible en la realidad analítica y en el proceso de formación. Aprender es identificarse, identificarse es en cierta forma constituirse.

La identidad analítica no es únicamente un conglomerado de trozos de alguien más, esto quiere decir que algo hubo de lo que ahora hay y sin embargo, resulta inédito en el sentido en que así como nueva configuración nunca existió; estamos entonces hablando de la reinvención de los objetos en el interior, así como de la relación objetal con ellos establecida; es decir, el analista es, pero es a la vez todos sus objetos y más que la mera suma de ellos.
La adopción de la identidad como psicoanalista es un proceso que se va dando casi de manera imperceptible y por eso resulta tan complicado captar la esencia escurridiza del proceso que escapa, y en ocasiones sólo aparece claramente hasta cristalizar en su resultado final (cuanto final puede ser un afán que continúa aún después de los años de formación). Todos participan, casi por entero el universo objetal está implicado, residuos de objetos resignificados y actualizados en la experiencia formativa en donde adquieren una cualidad que no poseyeron en su momento, al igual que nuevos objetos y nuevas posibilidades que implican una reorganización. Así, a un proceso formativo concurren múltiples identificaciones, a veces a un tiempo, otras más, como ligero goteo que va llenando poco a poco el amplio basamento que irá configurando la identidad analítica.

El proceso de convertirse en analista podría pensarse como la búsqueda de una voz propia, que pese a sus múltiples atavíos, permanezca inmutable; una voz que aparece primero como leves rumores desarticulados para después irse haciendo más y más nítida, más enérgica. Al comienzo es usual tomar a préstamo voces de nuestros objetos de identificación, pero como bien dice Schafer (1968), una imitación que no se convierte en apropiación, no es en realidad identificación, así, esa voz prestada, debe irse internalizando y traer consigo una modificación en la representación del self, el problema de que esto no sea así es que al sólo imitar puede que no volvamos a encontrarnos con nosotros mismos. Formarse implica descubrir la propia voz y poder reencontrarla en las tantas oportunidades en que la perdemos.

Somos eso y más que nos conforma, impulsados siempre por ese río subterráneo que es el inconsciente, nos construimos a cada instante. Así, formarse no es en realidad un camino que se recorre en solitario, somos en cierta forma encuentro, habitados por nuestros objetos y nuestra(s) historia(s) y con ellos erigidos en el interior, difícilmente estaremos solos.

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